viernes, 11 de julio de 2008

El baile de la silla

Yo estaba seguro, Dirán que fue cuestión del destino y que ese destino lo rige alguien detrás de Dios. Verdaderamente no lo sé. Lo que puedo asegurar es que no fue un baile como cualquier otro. En cuatro años de voluntariado nunca había tenido esa suerte.
Debo decir que le tomé mucho cariño a Carlitos. Con él conocí el hipotonismo muscular. La enfermedad que le impedía levantar los brazos más allá de sus hombros; la misma que lo salvó de seguir juntando cartón con el carro - pues así lo hacía desde que tenía cuatro años- y la que lo mataría algunos años después. Creo que yo he muerto, un poco también, desde ese día.
A veces me acuerdo cuando fui a su fiesta de egresados de tercer grado. Carlitos con doce años a cuestas y yo, con diecisiete. Orgulloso me miraba frente a los compañeros también de guardapolvo; ninguno de ellos sabía que dentro de mí crecía alguien nuevo.
Ese baile nos hizo olvidar la simple gravedad de las cosas comunes. El panorama, debo confesar, era suficiente como para que más de uno se fuera. Se encontraban en el salón, algunos chicos con muletas, otros con sillas de ruedas y unos pocos con síndrome de down. Además, se le había sumado un grupo de ancianos de un geriátrico, una integración extraña para un mundo tan “normal”. Arrancamos comiendo algunas cosas de copetín, jugo y algunas sidras para brindar porque el futuro realmente era nuestro. Nunca imaginé que luego de un rato se sacarían las mesas y que la música haría crecer los ánimos como llamas en danza. El baile había empezado y Carlitos, que no se podía mover, silencioso en un rincón miraba el espectáculo. Yo estaba bailando con una señora de unos ochenta y cinco años cuando, en el perfil, se me apareció esa media sonrisa inmóvil. Cómo explicar la posesión instantánea de una conciencia real, cómo podría explicarles a ustedes, que en ese baile, quedó gran parte del que yo era en ese entonces. Tomé la silla sin mayores cuidados y salimos a bailar desaforadamente. Las ruedas de adelante iban de un lado a otro haciendo ese ruidito de cosa que se va. Podría decir que fui parte de esa silla como ese baile es hoy parte de mí. Quizás fue en ese momento, en el que gocé de la rara habilidad de observar el paisaje del cual era parte. Los brazos flameantes de Carlitos que se alzaban por delante de mi mirada, como tiras de papel, hacían de esa imagen un cuadro imposible y único. Se movía y puedo asegurar que se movía con ganas, mientras la sonrisa se le estiraba hasta donde le daba la cara. Todos, alrededor, parecían grandes bailarines y yo tuve la ridícula frustración de no tener muletas. Parecería gracioso, pero es difícil , a veces, no ser parte de una mayoría. Bailamos hasta agotarnos, hasta que el micro que los trasladaba volviera las cosas a su orden original.
No he podido encontrar otro día como ése. Un día en el que olvidé por un momento la enfermedad y la muerte; olvidé que Carlitos debía volver a ese magro instituto, donde pasaba las horas en una silla de madera por falta de presupuesto; olvidé -quién sabe en que pliegue del tiempo me había metido- que gozábamos, de soslayo, de la bruta cualidad de ser hombres.

(Dedicado a Carlitos que se fue llevándose parte del que yo era)

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