sábado, 12 de julio de 2008

Radio FM La milagrosa 100.9

“Alguien debió conservar
y cuidar con amor
este jardín de gente”
L. A. Spinetta

Juan, un conocido, un amigo; uno de esos conocidos que son un poco amigos. Una idea, un loco lindo, Juan y su palabra, pausada y suave, como el perfume de las mañanas de algún jardín posible…
En Ciudad Oculta, aquella ciudad que en el `78, fue cercada por un paredón para que la gente que venía al mundial no se diera cuenta que detrás de palcos, sonrisas y goleadores vivían perros cada vez más flacos, hombres y mujeres sin trabajo y algunos patios sin lugar para las flores. En esa ciudad, tan llena de oscuridad, sombras, botas y pasillos, se despierta: “ La Milagrosa ”.
8km caminando de ida para el lado del centro de la capital para juntar 300kg de cartón y otros 8km caminando con un carro ya cargado para dejar el peso en la casa / casa–depósito / casa – radio / casa – proyecto / casa – jardín
8km caminando de nuevo, juntando cartón, revolviendo mierda de otros, botellas, basura y de vuelta para la casa, cargado con 300kg de ese bulto gris que solo desprendería centavos.
8km caminando por tercera vez desde el sur al norte de la capital, con un carro, sin caballo, con anhelos de proyectos, con cuatro años por delante. 1095 veces por año. 383.250 kilos de cosas en un año; que ustedes, yo, mi viejo, mi hermano, mis otros amigos y amigas, tiramos a la basura. 1.533.000kg de basura torpe pero reciclable…
“Son chorros”; “son todos negros”; “No progresa el que no quiere” escuché por ahí cuando comente sintéticamente que Juan, había armado una radio juntando cartón. “¿Cuántos de ustedes, yo, nosotros, seríamos capaces de progresar en esas condiciones?¿ tus manos soportarían el filo de chapitas, botellas y algún vaso roto? o ¿aguantarías el frío de la ropa mojada por una lluvia sin pronóstico? Podrías soportar esto, todo esto, todos los días todo esto. .. Solo por soñar?”
8km caminando de ida hacia el lado del obelisco (tan lejano de las tierras donde viven los Elefantes), recordando por momentos el color rojo de las calles de Misiones, el dolor en el pecho, la incierta realidad que se filtra de a ratos.
Llueve, acabo de prender la estufa al máximo. Un día como este, con el barro que se junta a la salida de La Oculta , sin magia ni rezongos se ponía las botas de lluvia y los músculos del brazo se tensaban hasta que el carro se movía lentamente por el camino fangoso.
¿Qué siente un cartonero que carga 300 kilos de papel, botellas y cartón cuando está por pasar un lomo de burro? ¿Qué hace cuando se le pincha una rueda con el carro cargado?
8km hacia el norte de la capital… …8km de vuelta con 300kg de cartón tirado por nosotros, los del otro lado; los que decimos “No progresa el que no quiere”.
Juan, todavía tiene los carros, ahí juntito a la radio 100.9 que puso en su casa después de juntar más de 1 millón y ½ de kilos de basura.
La puerta de hierro de la radio, que es también casa, es como el agujerito de la cerradura desde donde se puede ver el jardín. Pasando por allí, vive con varios hijos y amigos; con su señora que lo vio irse durante cuatro años y lo esperó con guisos y abrazos, y aún hoy se emociona cuando le manda saludos a ella y a todas las cocineras del obrador. Y también está Fabián, tirando cuando no alcanzaba la tensión de los brazos, cuando hay que operar la discreta consola que se acuesta detrás de la pecera de “ La Milagrosa ”.
Ahí está la radio para el que la quiera ver, en el medio de la villa, en esa Ciudad que estuvo oculta detrás del paredón para que la gente como yo, como vos, como mi viejo, el burgués venido a menos, el que no sabe, el idiota; no se enfrentaran con esa realidad que duele, que jode porque algo habría que hacer…Entonces mejor no mirar… o seguir mirando pa’ otro lado…
Y hay que decir, también, que esa ciudad, con esa gente, con esas casas frías, y esos perros moribundos, son las que permiten que exista esa otra ciudad, la cercana al obelisco, la del otro lado del muro donde no se escuchan los tiros, ni se conocen los quiscos de los narcos, ni se siente el olor a las jóvenes muertes. Desde esa ciudad con tantos intelectuales y políticos lúcidos tampoco se conoce el sol que se asoma cuando aparece, desde lo incierto, la sonrisa protectora de un ángel llamado Tito… ni se puede escuchar la música que nace de esa milagrosa radio, ni se ve la esquelética antena que se levanta como el pequeño bonete de un gran elefante, ni el cuerpo azul de los trabajadores, ni la luz que nace de la mirada de esos hombres y mujeres buenos que insisten en ser parte de un inmenso jardín, por momento tan invisible por momentos tan real.

El acorazado de bolsillo
Literatura para todos
Revolución por el arte
Espacios de difusión de la Radio del Texto
“clase turista” FM 91.7 Estación Sur / “el bolillero” FM 107.5 Radio Universidad / “Oficio Mudo” FM 90.5 Radio Futura / “Quetren quetren” FM 91.7 Estación Sur

viernes, 11 de julio de 2008

Carta abierta para los que no viven en África

He visto una película que mostraba cómo se usaban a las personas, en Kenia, como conejillos de india, y he venido a sentarme, con dolor, con mi aliento extremadamente burgués y ese aire de proletario culto frente a la estufa, mientras ella lloraba en el dormitorio. He sentido ese aire de tranquilidad que da la distancia infranqueable, áspera y eterna que tenemos con el continente africano. He visto a los chicos desnutridos del norte Argentino, la pobreza de Brasil, la prostitución de Cuba, la ocupación de México. He pensado con tristeza en las guerras de EEUU, en los militares, en los nazis, en esa serie interminable de miserias humanas. Con el dinero de una guerra se podría detener el hambre del mundo, ja! demasiado fácil. He hecho y he visto, a mis hermanos de tierra, hacer esfuerzos titánicos para que alguien lea una poesía... ...y ahí estamos, solitarios con nuestros esfuerzos inútiles de pobres muchachos desconformes de clase media. Tomando cerveza y vino cada vez mejor. No he sido lo suficientemente valiente para detener una guerra, no he sabido cómo luchar contra el dolor de saberme tranquilo mientras matan gente para probar remedios que luego voy a comprar para mí. Duele y no por eso soy mejor que el que mira para el otro lado, diría que soy un poco más sufriente, y tal vez el otro sufra por lo que le parece y le duele a él. Y ahí estamos, yo con mi dolor y vos y él con sus propios dolores. Con mis esfuerzos individuales, llorando por los chicos en África. Pero no me parece que me hagan llorar los chicos de África, sino que lloro por Rodolfo Walsh, por el posible tío que murió en Malvinas, por Santiago, por el remedio que necesito, por que te veo indeciso frente al televisor; y yo no soy más que un pobre muchacho que ya no tiene ni siquiera la excusa de la juventud para justificar este ímpetu de escribir, porque siente dolor. Estoy escuchando a Chico Buarque cantando “Tanto Mar” y suena maravilloso en su voz. La pena se va calmando en ese porte revolucionario que me da por momentos, en ese dolor inútil y rabioso que lo único que hace es descomprimir para que las cosas no pasen a mayores. Han comprado el dolor, mi dolor y no me dejan más que escribir para que algunos digan: miren a este hombre que bien escribe y nunca estudió o, miren que mal que escribe, lo que pasa que el pobre nunca estudió y ya es tarde, porque burro viejo no agarra trote. Y yo estoy en eso, en recorrer de manera estúpida y aburrida un camino de recuerdos de dolor que no hacen más que darme la excusa para escribir, para tomar otro vaso de cerveza, para irme a dormir mientras las cosas se caen a pedazos del otro lado de la línea. Tu verdad te espera en el amanecer de cada día, un sueño se acuesta junto con todos nosotros, una mano que toma otra mano aprieta algunas veces demasiado, mientras nosotros, pobres muchachos lloramos por la impotencia que nos da esta ignorancia de no saber qué hacer.

El baile de la silla

Yo estaba seguro, Dirán que fue cuestión del destino y que ese destino lo rige alguien detrás de Dios. Verdaderamente no lo sé. Lo que puedo asegurar es que no fue un baile como cualquier otro. En cuatro años de voluntariado nunca había tenido esa suerte.
Debo decir que le tomé mucho cariño a Carlitos. Con él conocí el hipotonismo muscular. La enfermedad que le impedía levantar los brazos más allá de sus hombros; la misma que lo salvó de seguir juntando cartón con el carro - pues así lo hacía desde que tenía cuatro años- y la que lo mataría algunos años después. Creo que yo he muerto, un poco también, desde ese día.
A veces me acuerdo cuando fui a su fiesta de egresados de tercer grado. Carlitos con doce años a cuestas y yo, con diecisiete. Orgulloso me miraba frente a los compañeros también de guardapolvo; ninguno de ellos sabía que dentro de mí crecía alguien nuevo.
Ese baile nos hizo olvidar la simple gravedad de las cosas comunes. El panorama, debo confesar, era suficiente como para que más de uno se fuera. Se encontraban en el salón, algunos chicos con muletas, otros con sillas de ruedas y unos pocos con síndrome de down. Además, se le había sumado un grupo de ancianos de un geriátrico, una integración extraña para un mundo tan “normal”. Arrancamos comiendo algunas cosas de copetín, jugo y algunas sidras para brindar porque el futuro realmente era nuestro. Nunca imaginé que luego de un rato se sacarían las mesas y que la música haría crecer los ánimos como llamas en danza. El baile había empezado y Carlitos, que no se podía mover, silencioso en un rincón miraba el espectáculo. Yo estaba bailando con una señora de unos ochenta y cinco años cuando, en el perfil, se me apareció esa media sonrisa inmóvil. Cómo explicar la posesión instantánea de una conciencia real, cómo podría explicarles a ustedes, que en ese baile, quedó gran parte del que yo era en ese entonces. Tomé la silla sin mayores cuidados y salimos a bailar desaforadamente. Las ruedas de adelante iban de un lado a otro haciendo ese ruidito de cosa que se va. Podría decir que fui parte de esa silla como ese baile es hoy parte de mí. Quizás fue en ese momento, en el que gocé de la rara habilidad de observar el paisaje del cual era parte. Los brazos flameantes de Carlitos que se alzaban por delante de mi mirada, como tiras de papel, hacían de esa imagen un cuadro imposible y único. Se movía y puedo asegurar que se movía con ganas, mientras la sonrisa se le estiraba hasta donde le daba la cara. Todos, alrededor, parecían grandes bailarines y yo tuve la ridícula frustración de no tener muletas. Parecería gracioso, pero es difícil , a veces, no ser parte de una mayoría. Bailamos hasta agotarnos, hasta que el micro que los trasladaba volviera las cosas a su orden original.
No he podido encontrar otro día como ése. Un día en el que olvidé por un momento la enfermedad y la muerte; olvidé que Carlitos debía volver a ese magro instituto, donde pasaba las horas en una silla de madera por falta de presupuesto; olvidé -quién sabe en que pliegue del tiempo me había metido- que gozábamos, de soslayo, de la bruta cualidad de ser hombres.

(Dedicado a Carlitos que se fue llevándose parte del que yo era)